Hola estimad@s lector@s. Les traigo hoy un editorial acorde a estas fechas de semana y contrario a mi costumbre en este sitio donde casi la entera totalidad (la redundancia es a propósito) del contenido es de mi autoría o al menos de personas muy cercanas a mi, esta vez publicare algo de -en paz descansa (si, descansa, de eso no me cabe duda)- Fernando Jiménez del Oso, un psiquiatra y periodista español que publico los siguientes párrafos en mayo de 2004.
Disculpas pido por adelantado que resulte blasfemo un cristo fumando y llamarle Dios a él, especialmente en estos días, pero no perdamos de vista de que el autor no deseaba enseñar religión si no sentido común y esperemos que ello no impida sacar la moraleja de la historia y las verdades como que el sistema de cosas actual, es decir, este mundo es como es por lo que hacemos los humanos, es nuestro y es como es por nosotros y no porque así lo allá diseñado Dios, y también como es que el mundo se acuerda de Jesús en estas fechas como el crucificado e ignora las enseñanzas provechosas que dio, regodearse en las tradiciones y olvidarse del porque la muerte de Jesús era parte del plan para redimirnos, y desaprovechamos la oportunidad.
Y digo yo....
Mis sentimientos eran tan profundos, que creí más adecuado hundirme en las entrañas de la Tierra que irme a la isla desierta donde suelo refugiarme. Sé de algunas cuevas olvidadas que nadie visita, suficientemente confortables tras un poco invitador primer tramo, y elegí la más lejana. No aburriré al lector describiéndole los preparativos; baste decir que iba suficientemente preparado para afrontar una larga estancia, si es que la digestión de mis amargos pensamientos así lo exigía.
Dirigí una última mirada al paisaje a modo de despedida y, apartando los matorrales que casi ocultaban la entrada, penetré decidido en la caverna. Al cabo de media hora de andar a gatas, llegué a una amplia sala de la que pendían gruesas y acarameladas estalactitas. Era tan grande que la luz de mi linterna no llegaba a iluminar las paredes, pero el suelo de blanda tierra y una pequeña laguna de agua cristalina me decidieron a instalarme allí. Las paredes de mi estancia serían las sombras; lo que hubiese más allá me daba igual. Estaba sacando las cosas de la mochila y disponiéndolas ordenadamente, cuando un leve carraspeo reclamó mi atención. Estaba claro que el ruido procedía de una garganta humana y no de un animal, y que su tono era el de alguien que, educadamente, me daba a entender que no estaba solo. Más molesto que sorprendido, caminé en esa dirección mirando bien donde pisaba. Estaba más cerca de lo que pensé en un primer momento, sentado indolentemente en el suelo y sin equipaje alguno, aunque bien podía tenerlo en cualquier rincón fuera de mi vista. Llevaba una amplia túnica blanca, insólitamente limpia, y, a primera vista, con su cabello largo y su barba rala, recordaba a un hippy de los años sesenta. Me miró amistosamente y, sin decir palabra, me ofreció un pitillo. Lo acepté y, sentándome a su lado, fumamos en silencio. Al fin, su voz se dejó oír.
–¿Qué, huyendo del mundo?
“No”, le respondí. A cambio, le hice una pregunta que estaba conteniendo desde que le vi.
–¿Tú eres Jesús?
“No se te escapa una”, contestó sonriendo.
–¿Y que haces aquí, metido en una cueva?
–Lo mismo que tú.
–Pero yo soy un humano corriente, abrumado por lo que pasa ahí fuera. Si busco la soledad es para tomarme un respiro; lo mío es una dimisión temporal.
Me quedé mirándole un instante, asustado por lo que se me acababa de ocurrir.
–¡No me digas que tú también has dimitido…!
–Pues sí, he dimitido, aunque temporalmente, como tú.
–¡Pero si dimites y, como dicen, eres Dios, esto va a ser un caos!
–¿Y cuándo no ha sido un caos? Este mundo es vuestro. Se os dio en su momento, y lo que hagáis con él es cosa vuestra también. Yo dije lo que tenía que decir… y me crucificasteis, que mira que sois bestias. Por eso estoy aquí.
“¿Estás resentido? La verdad es que no me extraña”, comenté comprensivo.
–No, hombre, no. Eso era parte del guión: un final suficientemente dramático para que ni yo ni mi mensaje pasáramos desapercibidos. Ese es el problema, que pasáis del mensaje y, en cambio, habéis hecho un circo con lo de mi pasión. Cada año por Semana Santa me escondo en una cueva; todo ese “fervor popular” lacrimógeno y morboso, las imágenes sangrantes, la exhibición del dolor y del sufrimiento para mover conciencias durante unos días y al mensaje que le den morcilla; me produce vergüenza ajena. Y este año, con la película esa de Mel Gibson, para que te voy a contar; no salgo de la cueva hasta el verano.
No supe qué decir, así que me callé y esa vez fui yo el que ofreció tabaco.
-- F. Jiménez del Oso
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